Un día cualquiera, hace más de 10 años, en un trasbordo de la línea B de subtes en la ciudad de Buenos Aires, me crucé con la singularidad de Gustavo Cerati que deambulaba igual que todos nosotros al son de la música de la rutina. Abrí los ojos de manera desorbitada, me quede perpleja de la humildad con la que saludaba a los que le gritaban un cariñoso “Gustavo” y el alzaba la mano con familiaridad. Traía los rulos – chinos- al viento, desordenados quizás de tantas ideas; y un pullover – suéter- de cuello redondo y lana gruesa, de esas que traen bolitas de colores y pelitos...
El 4 de septiembre se marchó… cruzó el puente… abandono el cuerpo que lucia su alma y comenzó otro viaje de “música ligera”, me quedé pensando ¿Cuál habrá sido el motivo por el cual su alma se estacionó de tanta ida y venida, eligió quedarse un poco en un lugar durante 4 años? ¿Qué cuentas habrá saldado en esa quietud esa soberbia grandeza de una genialidad tan creativa? ¿Qué habrá soñado en el silencio? ¿Que nuevas melodías habrá hilvanado? Sentí profunda tristeza … de sopetón un televisor indiscreto me avisó de su muerte. Y me sentí egoísta; porque lo primero que me vino a la mente fue la idea de vacío, del saber que ya no está; sin pensar en el cansancio de ese cuerpo fuerte que mantuvo a ese espíritu divino durante esos 50 y pico de años… ¿Cuántas veces preferimos que las cosas no cambien aún a sabiendas de que ya han cambiado? ¿Cuántas veces mantenemos la esperanza de que todo volverá a su normalidad sólo para no aceptar lo que nos duele?
Ya no está. Ya se fue. Como tantos otros. Como lo haremos nosotros, los que aún tenemos lecciones por aprender, piedras en la mochila por saltar, relaciones de perdones por saldar… como dice Calamaro: