La vida avanza a un ritmo vertiginoso, apenas
nos da tiempo para cambiar la hoja del calendario, los sueños que no realizamos
se convierten en quejas perezosas que nos recuerdan que otra cosa más quedo
inconclusa, ¿para cuándo? Para mañana, para la otra vida. De pronto se hace
evidente pararnos y preguntarnos a nosotros mismos ¿que estoy haciendo de mi
vida? ¿Es la vida que quiero? ¿Estoy satisfecho con esto? ¿Con aquello? ¿Es lo
mismo tener una lista de sueños que una lista propósitos? Por supuesto que no. Un
sueño es un me gustaría, un propósito es un para qué.
Cuando hablamos de ¿cuál es el
propósito para estar en dónde estás? Estamos haciendo referencia a que es lo
que te moviliza a estar en ese lugar/ espacio. Tu ¿para qué? Pregunta que
siempre no direcciona hacia el futuro a través de una acción. El propósito es
el motor que nos alienta cada día a hacer lo que hacemos, regar las plantas, ir
a trabajar, pasear al perro, cuidar de los hijos, sobrevivir. Es lo que no pone
en acción, si este ¿para qué? Nos quedaríamos estáticos, paralizados, el
propósito es lo que le da sentido a tus acciones, a tu comportamiento, a tu
conducta.
Todo propósito está basado en las
creencias, en esas miradas particulares que tenemos respecto de la vida, las
creencias son el mapa pero no el territorio, es una mirada fragmentada de la
realidad, no es la realidad misma, sino la realidad que sostengo.

El mundo
es un globo lleno de creencias, somos observadores no podemos escapar del arte
de interpretar y poner fe en ello. Pero el primer problema que se plantea con
las creencias es la presunción de verdad que a nivel relacional queremos
imponer, si yo tengo la verdad, el otro sostiene una mentira. Por eso, aunque
perdamos la sensación de poder, debemos empezar a aceptar que toda creencia es
en última instancia una mirada, sólo un forma de observar. Otro conflicto que
se genera con las creencias es confundirlas con los hechos.