El 4 de agosto de 2010, se cumple un mes de la muerte de papá. Mi papá, un hombre como otro cualquiera, que no tendría que haber muerto, según mi corazón. A partir de su partida me he quedado con muchas preguntas sin respuestas; pues su voz ya no podrá contestar a mis interrogantes y una canción -escrita por mí- que desde mediados del año comencé y pensaba regarlársela para la navidad. Desde entonces la vida, mi vida, es un eclipse de sol; me he quedo en las sombras, una parte de mí - mutilada- y otra, que arrastra y cual equilibrista, maneja los días que quedan por venir con una sonrisa, que es el disfraz de unas cuantas lágrimas.
Hace un mes, que aprendí a contar los días; es casi paradójico, las cosas que uno puede aprender en cualquier circunstancia. Hoy sé contar uno, dos, tres, cuatro, diez, quince días desde que se fue; y también sé, semana una, semana dos. Y hasta ya calculo que para mí próximo cumpleaños, no habrá pasado más que once meses con veinte días.
Descubrí también, que uno nunca sabe a ciencia cierta cuál es la última vez de las cosas; y sin embargo, se juega la vida, "actuando sus emociones, dires y diretes" como si existiera el control de todo lo que hace. Aquella vez que lo abracé por última vez, hace más de un año y seis meses, sería la última, determinante y para siempre; era la despedida no de mi regreso, sino de su partida. Y ahí me quedo todas las noches antes de dormir, recordando las últimas veces de tantas situaciones que jamás siquiera sospeché, serían las últimas. No sé cuándo fue el final de una tradición de pedir permisos, despertar en familia, y almorzar todos juntos en medio de peleas cotidianas los domingos; ni que aquél beso de mi amor de turno se convertiría en la estampa repetida del final; ni que esos ojos perversos conjurarían sus miedos sobre mi lealtad.
Me quedó grabado, aquello de que "nunca hay que irse de un portazo", dejando pendientes, broncas tácitas, dolores mal heridos, egos ofendidos, miedos endiablados. Que cada día convive con la posibilidad de "hoy es la última función" y por eso debemos "gozarlo" aún con la penas y exige de nosotros el máximo esfuerzo. Y en el no postergar también se implican nuestras emociones, la capacidad de poder decir lo que nos ocurre sin rodeos, sin la fantasía de que el otro adivine o se entere por cualquier medio ajeno a la voz nuestro corazón.
La muerte de mi papá me recalcó con letras de pancartas y brillantinas que siempre es sanador decir lo que anida en nuestras almas. Pese a la distancia y a la enfermedad; nosotros pudimos construir un puente en el que casi a diario, viajaban los "te quiero" sin visa ni documentos.
Papá tenía el sueño de vivir 105 años, y apenas la batería le duró para sesenta y tantos; y su intempestivo derrumbe me dejó como moraleja que la vida es un pequeño espacio para jugar a convertir realidad nuestros sueños; apenas una obra de teatro independiente, de pocos actos, en dónde los sueños hablan de nosotros mismos, más que nuestras voces; y que después, todo será en vano. Los sueños son los deseos que a veces ignoramos, escondemos, evitamos y nos aterran; porque siempre, como todo en nuestra existencia, nos obligan a que nos conectemos con nuestro mundo íntimo y personal, busquemos entre los escombros del ser, y rescatemos lo que no usamos; esa materia despojada y olvidada, es la tela de nuestra realización.
Su ausencia me desgarra la razón, los sentidos, los sentimientos; y aún de todos modos, me impulsa a seguir rumbo a la cima de mi colina, a sabiendas que en mi sangre, corre la suya, que soy gracias a él.
La Negrita