Desde pequeños hemos aprendido a crear lazos, de alguna u otra forma estar o pertenecer a grupos fomenta nuestra seguridad, estima, y desarrolla valores compartidos. En la adolescencia y adultez la búsqueda del placer, el amor, y la compañía se torna en un deseo, sueño y meta para la mayoría de las personas. Influenciados quizás en la realización personal a través de la creación de una familia o estabilidad emocional mediante una pareja, los individuos se embarcan en una seguidilla de amoríos que generalmente terminan por similares circunstancias.
Culturalmente nos han enseñado a necesitar, a creer en la fantasía de que “sin el otro no podemos vivir” y nos enrollamos en conversaciones internas que nos genera malestar, ansiedad, angustia, incluso depresión o síntomas físicos como insomnio, gastritis, colitis, entre otros.
Creamos imágenes de nuestro día sin esa persona “especial”, ¿Qué sería de nosotros? ¿Cómo podríamos vivir sin que nos toque o bese? ¿Cómo soportaríamos que construya su vida con alguien más? Y sin cabal consciencia erigimos la relación desde un futuro de pérdida elaborado en un presente predictivo. A fuerza de razón sabemos lo que sucederá. Sufrimos porque el amor es sufrir. Amar es perder. Los vínculos tienen fecha de caducidad. La pasión se agota. La rutina desgasta todo.
Tejemos un mundo paralelo al real y lo dramático es que habitamos en ese, no en el otro. Dado que lo real es franquicia de nuestros pensamientos. Cada pensamiento es energía que se materializa por obra de nuestras acciones en un tiempo por venir.
¿Por qué tanto caos? ¿Desde dónde partimos para inventariar en nuestras historias tantos fracasos y abandonos? ¿A quienes somos fieles con nuestra fatalidad?
Somos ovejas de un rebaño entrenado con sutileza en la dependencia y apego. Desde los tres años los límites a nuestra independencia personal se condicionan con el suministro del amor. “Si dices tal o cual cosa no te querré más”. “Si haces eso nadie te va querer” “Si te comportas así voy a quererte menos”