24 de mayo de 2010

La soledad, una amante inoportuna.

Nacemos solos y morimos solos; aunque haya un festín a nuestro alrededor en esos momentos, el proceso de iniciar o partir es plenamente personal, íntimo y solitario.
Comenzamos a escribir nuestra historia siendo protagonistas y así la terminamos; la pluma propia es la que deja la impronta de nuestra existencia. Ser y no ser, es un acto solitario y particular. Una luz que se enciende o apaga, con absoluta independencia contextual, y con arbitraria indiferencia. Sin embargo, desde el momento en que asomamos a la vida comenzamos a experimentar el contacto con otros, los padres, los hermanos, los pares. Y la idea de Soledad, de ausencia de voces, de ecos, es una idea difícil de concebir. Nos rodeamos de cosas, de personas, de recuerdos. Aun estando solos, seguimos en contacto con ellos; y como un placebo emocional nos medicamos para sobrevivir la ausencia. Pero, ¿qué sucede cuando esas presencias dejan de pertenecer a nuestro presente?, ¿cuándo la muerte simbólica instaura su rebeldía en nuestra rutina?; la carencia se presenta como un agujero por el cuál se filtran los sueños, los proyectos, los deseos, y la Soledad reaparece como un dolor de estómago- sin remedio que lo cure- que teje su antídoto: el miedo a la soledad; que nos enseñará que en el futuro deberemos obrar con más defensas y cautela.
¿De dónde surge este miedo? ¿Por qué algunas personas sufren más la separaciones que otros?
Uno de los aspecto más importantes a destacar del miedo a la soledad, es la metáfora que inconscientemente se vivencia en nosotros, “cuando se produce la separación”, se produce una mutilación en nuestro ser, una desconexión con la energía vital, que paradójicamente no conecta con la muerte.
La primera etapa de nuestra vida requerimos de “otro” para vivir, sin esa otredad, la muerte física es una realidad evidente. Se nos provee desde el exterior alimentos, vestimenta, cuidados, atenciones; todos los nutrientes que nos hacen y constituyen como individuos. Sin ese sustento externo nuestra existencia es sólo una ilusión. Aprendemos a depender física y emocionalmente de alguien más. Pero en muchas circunstancias, nuestras necesidades no son cubiertas, y la insatisfacción queda en nosotros como una mancha, - que aunque no se ve-absorbe parte de nuestra experiencia cotidiana. ¿Entonces?
Podríamos definir que el origen de éste miedo en particular, y de los otros en general, se encuentran íntimamente vinculados con la historia personal de cada uno; los acuerdos rotos, los lazos desavenidos, las ausencias de la niñez, los duelos no vividos, son los ingredientes que hacen posible la existencia del miedo a la soledad.
Si de niño, nuestras redes afectivas se vieron irrumpidas y sustituidas, una y otra vez, lo más probable es que seamos adultos con mayor tolerancia a las pérdidas, puesto que habremos desarrollado un umbral de dolor mayor. Quizás en el mismo caso, otro adulto, pueda desarrollar una gran resistencia a iniciar relaciones o a cerrar círculos; por la atormentada emoción que representa el miedo a la soledad.
La influencia del medio en la que nos desenvolvemos esta tan grande, que en palabras de Rossana Reguillo “el miedo es una experiencia individual, que requiere, no obstante, la confirmación o negación de una comunidad de sentido”, es decir que los otros son necesarios para su construcción, sin ellos perdería su legitimidad, su propósito de ser.
Los miedos son individualmente experimentados, socialmente construidos, y culturalmente compartidos. Y el miedo a la soledad en una sociedad de consumo voraz como la que “supimos construir”, dónde los ideales de belleza física son cada día menos alcanzables, “el ruido de rotas cadenas” es una canción que nadie quiere escuchar antes de ir a dormir.
A razón de ello, muchas personas siguen aferradas a relaciones amorosas peligrosas, en el sentido de que son destructivas para ambos integrantes de la pareja, encuentros cargados de reproches y quejas; sueños devenidos en pesadillas, culpas sin responsables, vidas robadas por creencias absolutistas, llanto y locura. Muchos sometidos al ritual de la zona de confort, eligen –sin saberlo- “el mal que no dura cien años” en lugar de “lo malo por conocer”.
                                                                                             Chuchi Gonzalez

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